“Me pregunto si las estrellas se
iluminan con el fin de que,
algún día, cada uno pueda encontrar la suya”,
El Principito, Antoine de Saint-Exupéry
Me encuentro en este recóndito lugar
una vez más admirando las estrellas, las contemplo brillar en la lejanía, solas y al margen de todo lo demás, condenadas
a consumirse en su propia belleza. Siempre han sido objeto de mi devoción, son
tan elegantes, tan místicas... El modo que tienen de sufrir los estragos de los
años me fascina, nada parece afectarlas, simplemente aceptan su destino con
templanza, en silencio y cuando se despiden lo hacen con luz propia y de tal
forma que sea difícil de olvidar.
Aun
así, pese a todo, incluso cuando ya no están desafían al tiempo con insolencia,
haciendo que el recuerdo de su imagen perdure en el firmamento. Formidable.
Alguien
se preguntó una vez “si las estrellas se iluminan con el fin de que algún día
cada uno pueda encontrar la suya...” y darse cuenta de que hace tiempo que dejó
de brillar. Ese es el final de la verdad y lo que lo hace cierta. Pero a nadie
le interesa, al fin y al cabo ¿qué importancia tendrán las estrellas? Si no son
capaces de encontrar la luz en sus propias vidas no se puede esperar que la
hallen más allá, no se puede esperar que vean si no miran o que entiendan si no
escuchan o que sientan si no lo intentan. Y la realidad es esta: hace demasiado
que dejaron de buscar razones y de encontrar motivos para seguir luchando.
Es
mucha, infinita me atrevería a decir, la experiencia que pesa sobre mis
hombros; numerosas las tragedias de las que he sido testigo; incalculable la
sabiduría que eso ha provocado. Es mi deber por lo tanto compartirla pese a que
nadie la llegue a conocer nunca. Pese a que el viento se lleve mis palabras y
las arrastre lejos hasta que se pierdan en un océano de olvido y una marea de
indiferencia las extinga por completo.
Quizás
lo más acertado sea empezar por el principio pero ni siquiera yo sé con
exactitud a lo que ese término se refiere. Sin embargo puedo decir certeramente
y sin miedo a errar con mis palabras que no ocurre en un lugar concreto, no
ocurre a un grupo concreto de seres. Todo empieza dentro de cada uno. Por lo
tanto comenzaré por mi principio.
Son
tantos los pasos que forman mi camino, tanta la miseria, las atrocidades que
ello conlleva… He sido testigo de la más cruel verdad, el más brutal acto y la
más demoledora situación. He visto cómo pueblos enteros sucumbían a la muerte
dejando pánico y desolación a su paso. Niños huérfanos, mujeres viudas y
corazones destrozados. He sido consciente de cada lágrima derramada, de cada
sollozo, de cada súplica desesperada. He sido testigo de cómo civilizaciones
enteras eran arrasadas por manos de sus iguales, de sus vecinos, de sus
hermanos, despojados de sus creencias, de sus sentimientos, de su libertad…
hasta no quedar nada más que miedo. Padres enterrando a sus hijos, mujeres
llorando a sus maridos, niños aterrorizados pidiendo auxilio a los cuerpos
inertes de sus padres en el suelo, incapaces de comprender por qué no hacen
nada por ayudarlos, por protegerlos sin lograr entender qué hicieron mal para
que los hayan abandonado, mientras sus enemigos solo contemplan la escena desde
lejos sin un ápice de compasión.
He
escuchado los gritos desgarradores de personas torturadas por sus creencias. He
visto cómo su carne era arrancada de su cuerpo, cómo sus extremidades eran
amputadas de su tronco o cómo drenaban la sangre de sus venas mientras ellos no
podían más que rogar misericordia, suplicar a la muerte que no tardase en
llegar; vacíos, sin emoción, sin creencias, sin fe ni siquiera odio o miedo,
solo dolor.
Estaba
presente mientras personas desalmadas
entraban en las casas arrasando con todo lo que encontraban, poniendo
fin a vidas nobles de la más indigna manera, ignorando las plegarias, las
súplicas, las lágrimas, los gritos. Vendiendo vidas por un trozo de metal para
después tomar los cuerpos vacíos de alma y exponerlos como trofeos en las
calles, en los árboles, en las casa de las personas que los amaban. He sido
testigo de cómo poco a poco se dejaban llevar por la crueldad y el odio, de cómo
sus corazones se iban ennegreciendo sin remedio, pudriéndose cada día hasta
quedar irreconocibles. He visto cómo acogían el rencor, la mentira, la
soberbia, la desconfianza y la venganza en sus vidas encerrando cualquier otra
emoción en sus mentes. El ansia de poder los carcomía por dentro y la necesidad
de superioridad terminó con ellos.
He
sido consciente de cómo una religión entera era apresada, acusada y condenada
por un supuesto pecado jamás cometido. Personas perseguidas y confinadas como
bestias. Padres tratando fallidamente de evitar
su mismo final para sus descendientes. He visto la incertidumbre y el
desconcierto. Niños que no entendían qué pasaba, mujeres que no comprendían
cómo pasaba y hombres frustrados porque
no podían hacer nada para que no pasara. Millones de almas ardiendo en un
horno, vidas reducidas a cenizas por haber cometido el imperdonable error de
ser mejores.
Mientras
tanto alguien miraba la escena desde fuera con una sádica sonrisa en los labios
y una deplorable calma en el corazón, complacido por la masacre.
He
sido testigo de las lágrimas de impotencia de un hombre al escuchar el hambre
desgarrar las tripas de su mujer y contemplarla temblar mientras muere de frio
sin poder ofrecerle más alimento que sus labios ni más refugio que su corazón.
Y lo que es peor, lo he visto convencerse de que eso no era suficiente.
He
visto cómo arrancaban a mujeres de sus hogares para humillarlas y degradarlas,
para tratarlas como escoria y hacerlas creer que lo son. Hacerlas odiarse hasta
tal punto que la repugnancia por sí misma las lleve a quitarse la vida.
He
podido contemplar cómo un pueblo inocente de los conflictos de sus líderes
suplicaba socorro a sus vecinos y éstos les daban la espalda ignorando sus
gritos de angustia.
He
visto como miles de niños desaparecían y nadie parecía echarlos en falta, o
como familias enteras eran obligadas a trabajar y caminar hasta que
desfallecían, hasta que sus pies sangrasen o sus cuerpos se rindiesen para
luego ser borrados del mundo sin misericordia alguna.
Y
todo esto mientras aquellos que tenían el “poder”, aquellos “superiores” reían
a costa del sufrimiento de los inocentes, disfrutaban de tirar de sus hilos y
hacerlos bailar a su antojo, y jugaban a apostar vidas de seres iguales a
ellos. Pero la sangre que mancha las calles, corre por los ríos y hace llorar
al cielo siempre es inocente.
Son
tan ignorantes, tan estúpidos…Creyéndose inmortales. No son conscientes de que
una bala en el corazón acaba con cualquier vida, no importa la cantidad de
metal y papel que tengas, no te salvará. Y todos quedarán en el olvido, nadie
es para siempre, sus nombres serán olvidados y sus pecados condenados.
Me
encuentro en este recóndito lugar una vez más admirando las estrellas. Las
contemplo brillar en la lejanía, solas y al margen de todo lo demás…profano de
la derrota de la vida ante la muerte y de la rendición del bien ante el mal. No
puedo evitar preguntarme en qué momento se cansarán, cuándo darán por terminada
esta batalla que toma lugar en el corazón del hombre desde el principio de los
días, me pregunto cuándo lo darán por finalizado y me
permitirán cesar en mi cansado camino.
Porque
yo soy el sacrificio; yo soy lo que define todo; yo soy quien dicta el
final; yo soy lo que todos ansían que
llegue, temen que desaparezca e ignoran mientras está presente… yo soy el
tiempo.
Condenado
a pagar por la estupidez de la humanidad, obligado a sanar todas las heridas,
ayudándoles a enterrarlas en el olvido mientras yo debo tener en mente cada
atrocidad. Sin más remedio que continuar mi camino y nunca detenerme.
Echo
un último vistazo a las estrellas que me han burlado durante tanto haciendo
caso omiso a mi falta. Pienso en toda la tragedia que me veo obligado a
recordar y sigo mi camino esperando que los pasos que estoy a punto de dar sean
los definitivos.
NATALIA FERNÁNDEZ CATALÁ (3º ESO D)
Segundo premio Concurso de Cuentos "Biblioteca Lázaro Carreter", 2016