Rincón literario

del IES Las Encinas

26 de septiembre de 2024

"Mo Spáinneach álainn", de Sofía Soriano Carracedo

 Y aquí os dejamos otro precioso relato -ganador también del 1º premio en la categoría 1º a 3º ESO-, que, aunque de título impronunciable, conquistó al jurado de la pasada edición de nuestro certamen literario. Su autora, Sofía Soriano, se encontraba en 3º A y actualmente cursa 4º ESO A.

15 de marzo 1975 

    Querida Hannah: 

    Me gustaría, en primer lugar, agradecerte todos los cuidados que me estás brindando. Soy consciente de que no es sencillo lidiar con mi carácter obstinado y mi continuo rechazo hacia cualquier tipo de ayuda; sin embargo, te conozco lo suficiente como para saber que la testarudez que de mí has heredado, no te permitirá dejarme marchar por las buenas. Quiero que sepas que no he cambiado de parecer. Si realmente ha llegado mi hora, recibiré a la muerte con los brazos abiertos, pues luchar contra lo inevitable sería perder el escaso tiempo que me queda para disfrutar de la vida; y lo mismo te digo a tí. Ya es hora de que dejes de preocuparte tanto por mí y empieces a vivir de verdad. 

    Pero este no es el motivo de mi carta: desde que enfermé, mis memorias me comen por dentro como las malas hierbas. Siento un ardiente deseo de compartir con alguien una etapa de mi vida que, se podría decir, fue de las más felices. Creo que ya es hora de que conozcas la historia de cómo cambió inexorablemente mi vida. Por ello me dispongo a relatar este humilde texto que espero te resulte inspirador, al que he titulado, "Mo Spáinneach álainn". 

*** 

    Corría el mes de octubre de 1942. Las tardes transcurrían lentamente en aquel oscuro apartamento. Hipnotizada por el vaivén del péndulo del reloj de la sala de estar, ansiaba la llegada de la noche, con la esperanza de que al despertar del siguiente día, aquel infierno que era mi vida, no fuera más que un sueño; sin embargo aquello nunca ocurrió. Los días pasaban y todos transcurrían igual de grises. Como de costumbre, salí temprano a dar un paseo por las desoladas calles de Madrid, sobre las que pesaba el yugo de la reciente dictadura. El silencio que reinaba en la ciudad no era más que un vago reflejo de la gran tristeza que la gente sentía en sus corazones. Antes de la guerra solía pasear por la Castellana, mas me había visto obligada a dejar la costumbre, pues me rompía el corazón contemplar que de los majestuosos palacetes que antaño se erguían en sus calles, ahora no quedaba más que polvo y cascote. Toda esperanza del pueblo yacía bajo los escombros de la antes hermosa y alegre Madrid, en cuyo lugar ahora se alzaba una solemne y sombría ciudad habitada por fantasmas. 

    Aquel día volví pronto a casa para cuidar de mi madre, que como ya sabes, había enfermado de tuberculosis. Pero al llegar me la encontré extremadamente pálida, con la mirada perdida en el techo. Daba la sensación de que su alma apenas se sostenía por un fino hilo de vida. Me acerqué despacio y le cogí la mano. Ella se limitó a decir mi nombre en un susurro y a pedirme un singular favor; “Entrega esta carta en la dirección indicada en el reverso”. Mas cuando vi el destinatario, el alma se me cayó a los pies; “Número 4 de Limetree Ave, Adare, Limerick” decía la carta. Yo sabía con certeza que aquello estaba en Irlanda, por lo que pensé que sería una equivocación provocada por los constantes delirios de mi madre. Sin embargo, la serenidad de su expresión me confirmó que no era un error.

-Demasiado hay que no sabes aún -me dijo con pena mi madre. -Sé que parecerá muy precipitado, pero necesito que seas tú la que entregue esta carta en persona. Mi querida Helena, sabes tan bien como yo que tu vida aquí carece de rumbo, y créeme cuando te digo que la mía tampoco lo tenía con tu edad. Este viaje te ayudará a descubrir quién eres de verdad, y confío en que esto te traerá la felicidad. Ahora prepárate mi niña, que ya te he conseguido un pasaje para un barco que zarpa de Santander en dos semanas. Quiero que te vayas y no mires atrás, ya que nada habrás de perder en Madrid. A veces hacen falta grandes cambios para poder encontrar la paz. 

    Dicho esto apretó mi mano y exhaló por última vez. Permanecí en silencio contemplando el inerte cuerpo de mi madre que yacía blanca como la porcelana. Sus últimas palabras me habían dejado totalmente desconcertada, pero mi corazón me decía que debía emprender ese viaje, ya fuera para cumplir la última voluntad de mi madre o por la curiosidad que su inesperada revelación me había despertado. Y así es como, a mi joven edad de 17 años, partí en busca de nuevas oportunidades a una tierra completamente desconocida para mí. 

    Hacía un día desde que había cogido el barco en Santander, y desde entonces me había visto obligada a lidiar con mi estómago para no volver a echar la comida. Era 11 de noviembre y me encontraba en la cubierta, viendo como el barco subía y bajaba al ritmo de las olas mientras sentía que un hombre de pelo rojizo no dejaba de observarme. Cansada por su indiscreción, le lancé una gélida mirada, pero él, con una encantadora sonrisa se acercó y me ofreció su ayuda con los mareos. Este amable irlandés llamado Brian Healy resultó ser médico y todo un aventurero, llevaba dos años viajando por el mundo. Me narró sus más entretenidas aventuras, como una expedición que hizo por el Serengueti donde su coche se quedó sin combustible y tuvo que vivir dos días con la tribu Maasái. También me habló de un viaje que hizo a Berlín, donde le tomaron por un espía inglés y tuvo que pasar tres noches en prisión hasta que fue liberado. Por último me preguntó acerca de mis razones para viajar a Irlanda, y tras responder a su pregunta él me contó que regresaba a su tierra natal por motivos familiares. Dio la casualidad de que ambos nos dirigíamos a Limerick, así que se ofreció a acompañarme a mi destino. Brian me había caído en gracia, por lo que no vi razón para rechazar la oferta, y cuando al fin el barco llegó al puerto de Cork, fuimos a comprar juntos los billetes de tren. He de decir que mi primera impresión del país fue de lo más satisfactoria; la colorida ciudad de Cork llenó mi corazón de alegría, así como su amable y encantadora gente. En el corto día que pasamos en la ciudad, el tiempo cambió innumerables veces, pudiendo pasar rápidamente de una gélida lluvia a un cegador sol otoñal. Sin embargo, no todo era tan feliz como mi emocionado corazón lo pintaba. En el ambiente se podía percibir la melancolía que se cernía sobre el pueblo irlandés. Se sentía una gran confusión entre recuerdos y emociones colectivos que la gente arrastraba y que los edificios dejaban ver en sus fachadas. No pude evitar pensar en la España que yo dejaba atrás. 

    En el tren, mientras veíamos pasar los verdes campos a toda velocidad y la vigorosa lluvia chocar contra el cristal, Brian me contó que hasta 1921 Irlanda había sufrido su propia guerra civil. Durante varios años, la isla había estado en una continua y tediosa guerra para lograr la independencia, y tan solo un siglo antes del conflicto, el pueblo había pasado por una gran hambruna que había acabado con un cuarto de su población. Saber aquello me entristeció, y no pude evitar comparar sus desgracias con las de España. Ciertamente, me resultó reconfortante ver que ambos pueblos, a pesar de sus evidentes diferencias, tenían más en común de lo que cualquiera pudiera imaginar. 

    El tren no tardó más de tres horas en llegar a Limerick. Brian me hizo un rápido tour por su ciudad, y me enterneció ver cuánto le emocionaba estar de nuevo en casa después de tanto tiempo de viaje. Aunque el día estuvo nublado, no me pareció un lugar triste en absoluto, pues casi todas las casas tenían flores en las ventanas. Las alegres canciones en gaélico y la música que se escuchaban dentro de los pubs me animaron. El encanto que tenía el paisaje de la ciudad, con el río atravesándola y los bosques que se veían a lo lejos, incluso me hicieron olvidar por unos instantes la pena que sentía por estar lejos de mi hogar. 

    Brian se despidió de mí y he de reconocer que decirle adiós me apenó. 

    Unos días después me fui hacia el pueblo de Adare, mi destino final, para el cual di un agradable paseo por la campiña irlandesa. Este pueblo era tan encantador como Limerick. Lo recorrí entero en busca del número 4 de Limetree Ave, y cuando al fin lo encontré ya estaba atardeciendo. Tenía los nervios a flor de piel y me llevó un buen rato decidirme a tocar la puerta. Finalmente me armé de valor y lo hice, mientras me peinaba y me alisaba la falda para intentar causar una mejor impresión. Al abrirse la puerta, me llevé una grata sorpresa cuando mis ojos se cruzaron con los de Brian Healy. Él me recibió con alegría y hospitalidad, y con una taza de té en la mano, le conté cuál era el motivo de mi visita. Brian se quedó tan desconcertado como yo semanas atrás. Nuestras dudas se aclararon cuando un anciano alto, severo y delgado entró en la estancia para intervenir en la conversación. 

-Llevaba mucho tiempo esperando esta carta -dijo con una mezcla de emoción y congoja. Yo se la entregué sin oponer resistencia, y el anciano la recibió tembloroso. Con la ayuda de Brian se sentó y nos tuvo a los dos en vilo mientras la leía con una amarga sonrisa en la cara. Cuando terminó se hizo un mar de lágrimas y la dejó caer al suelo. Yo la recogí con cuidado y me dispuse a leerla para mí: 

Querido Roger, 

    Te escribo desde Madrid después de todo este tiempo para decirte que nunca me he olvidado de tí. Llevo unos meses en cama, y mi convalecencia me ha hecho viajar al pasado, a tu lado. Te veo en sueños, tan joven y vivaz como siempre, con ese pelo rojo que la gente juzgaba traicionero. Te veo cuando miro por la ventana, colgado de mi balcón de Chamberí, saltando para que mis padres no te pillaran en mi habitación. Te veo cuando miro el jarrón vacío sobre la mesa, que antes solía estar rebosante de los lirios blancos que tú me regalabas. Te veo cuando recuerdo el barco que te llevaba de vuelta a tu querida Irlanda para luchar en la guerra, la misma que destrozó nuestros sueños de recorrerla juntos algún día. Aún escucho tu voz cuando me susurrabas mo Spáinneach álainn. Por desgracia los años han hecho presa de mí, por lo que dudo que vaya a poder conocer la bella Éire algún día. En mi lugar te mando a mi joven hija, Helena, que confío podrá hallar en Irlanda lo que yo nunca pude encontrar: la libertad de ser quien quiera en una tierra rebosante de belleza y tranquilidad. 

Mi querida Hannah. 

Aquí es donde termina el relato, pues tú ya sabes cómo continúa la historia; tras descubrir aquello decidí que no quería volver a España. Un año después me casé con tú padre, por el cual llevas el apellido Healy. Irlanda simplemente me enamoró, y si mi madre no me hubiera empujado, posiblemente me hubiera marchitado en aquel herido Madrid. Es por esto que quiero hacer lo mismo contigo. Sé que tienes un gran potencial que estás desperdiciando en Limerick, y según tengo entendido ahora que la dictadura está llegando a su fin, en España se respiran nuevos aires. Te adjunto un billete de avión a Madrid. Recuerda ante todo que tu felicidad es lo primero. Viaja, sueña y ve a donde tu corazón te lleve. 

Con amor, 

Tu madre.