Claudia Moreno Gomozova (3º ESO A), 2º premio
XXVII edición Concurso Cuento Infantil y Juvenil, Vva. de la Cañada
XXVII edición Concurso Cuento Infantil y Juvenil, Vva. de la Cañada
Es como una niebla.
Una niebla que cubre todos los sentidos – vista, audición, tacto;
Todo.
Es seda para mis dedos, ruido para mis oídos, nada excepto una capa
blanca lechosa para mis pupilas.
Ruido, parecen sirenas – lejos, a kilómetros de aquí.
¿Por qué hacen tanto ruido?
Mis pies se quieren mover hacia ellas, pero no puedo hacerlo.
Blanco, ¿son eso luces azules, rojas y blancas?
Mis ojos quieren ver el origen de esas luces, quieren saciar esa
curiosidad que me come las entrañas, que busca una salida – pero no pueden, no
quiero.
Seda, noto unos dedos, intentando cogerme las muñecas.
¡Suéltame!
Azul.
El color azul
grisáceo cubre las paredes y el techo.
Un blanco hueso
decora las esquinas y se sobrepone al azul del techo, creando la imagen de unas
nubes flotando, nadando sobre un cielo primaveral.
El esqueleto de las
lámparas es un baño dorado, ligeramente adornado por marrones y grises causados
por el toque perfeccionista del tiempo.
Su mente está en
blanco, excepto por el simple pensamiento que se mantiene en segundo plano,
diciendo que huya, que se aleje.
Pero el ambiente que
produce el lugar, con su paleta de colores y su silencio, la falta de marcas
humanas, de ese algo que dice – “ellos han estado aquí“ – crea una
sonrisa en su faz, su faz, comparable con fina porcelana china, con delicadas
pinceladas de rosa sobre sus mejillas y sus pecas, que atravesaban su cara como
estrellas pintadas sobre el cielo oscurecido.
Es un sentimiento
sobrecogedor, una calma perturbadora, aquella que producen las paredes
decoradas con diseños de plantas, flores, espejos.
Sus manoletinas
blancas chocan con la piedra fría que es el suelo con cada paso que da,
recordándole el hecho de que está sola una vez más.
“¿Quién eres?”
No quiere contestar,
¿para qué?
La puerta,
aparentemente pesada, se abre fácilmente, sin sonido alguno – pero eso no es lo
más sorprendente, pues detrás se escondía una bahía, con el agua verdosa, como
una esmeralda y con pequeñas piedras actuando como arena.
Ella dirigió su
mirada hacia las olas, como luchaban contra rocas de forma perpetua, cuando una
forma en la distancia.
Dejó caer las
manoletinas sobre la arena y echó a correr hacia el mar, sin importarle que el
vestido, tan pomposo como era, con su falda extravagante que seguía la forma de
la estructura del hilo de metal – prometía que no sería fácil nadar con ella
puesta.
Le daba igual.
No entendía la razón
por la que hacía aquello, pero era un instinto – como el que le chillaba, el
que le pedía de rodillas que no lo hiciera – que “despertara”.
Cuanto más se
acercaba, más sentía la atracción hacia la figura – blanquecina con unas
protuberancias en la espalda.
Sentía la corriente
como aire entre sus piernas, empujándola hacia la costa; pero ella no quería
darse por vencida.
“¡Mueve las piernas!”
Estaba demasiado
cerca, demasiado, demasiado;
“¡Se desestabiliza!”
Estiró sus dedos,
notaba el relieve de la figura, notaba las cuestas y las bajadas de la espalda,
de los hombros – se agarró a ellos.
Cuidadosamente, usó
el único soporte que tenía para llegar a su destino, y cuando lo hizo, un
suspiro escapó de sus labios, oscurecidos por la temperatura.
“No sé si aguantará-“
Una estatua, de puro
mármol blanco, con rostro angelical y alas, tan hermosas, y tan detalladas –
hasta ella dudaba sobre si eran verdaderas o no.
“¡Latido!”
No podía evitar el
sentimiento de decepción cuando sus pies tocaron la tierra al saber que la
figura no había sido otra cosa que una estatua, por bonita que fuera.
Su único
entretenimiento durante los días era visitar la estatua, una y otra, y otra
vez, alejarse para volver en pocos minutos, nadar alrededor suyo, intentar investigar
la placa bajo sus pies, cada vez más lejana, cada vez más oscura.
Mantenía la
respiración al bajar, pero la sensación de metal apretando su cabeza le hacía
perder el sentido, haciendo que apenas llegara a la superficie.
“¡La presión arterial baja!”
Su cabeza emergía
cada vez con la orientación perdida y los ojos de la estatua observándola, a
ella y cada uno de sus movimientos.
Los días ya no se
diferenciaban de las noches, con estrellas salpicadas a través al principio,
pero volviéndose una masa oscura, con la luz de luna más pálida que había visto
en su vida.
Solo se fijó en el
pequeño detalle de la luna siendo tapada por nubes mientras se dejaba llevar
por las olas, escuchando el susurro del viento cuando su subconsciente le
cantó, dulcemente: “la placa”.
“Por favor, no te vayas, no te vayas, ¡por favor!”
Pero sus brazos ya
estaban empujándola hacia la estatua, con la que había pasado tantas horas,
tantos días, que ya conocía como si se tratara de su propia mano, excepto por
la inscripción que tanta tentación producía en su ser a pesar del peligro
inminente al que se exponía.
Sin embargo, aunque
no lo supiera antes, tenía un único deseo, que no sabía que sentía: el deseo de
salir del bucle que la retenía bajo el poder de la estatua, de las frases,
gritos que oía, dirigidos hacia ella – solo quería preguntar la razón, el
porqué de sus gritos, de sus alarmas; sabía que eran importantes, pero, ¿por
qué?
“Yo te puedo dar las
respuestas que necesitas – no abras los ojos, querida, simplemente escucha.”
“¿Quién-?“
Sintió una ligera
brisa acariciar sus labios y no necesitaba más para dejar de hablar.
“Las respuestas que
necesitas están escritas en la placa – si quieres salir, léela.”
Ella no abrió sus
ojos, pero sintió el agua salada cubrir su cara antes de poder tomar una
bocanada de aire.
“¡La estamos perdiendo!”
Era consciente de
solo una cosa, y esa era que leyera o no las inscripciones, había caído en,
posiblemente, la única trampa que existía en ese lugar, en ese limbo.
Finalmente, abrió sus
ojos, habituándose al azul verdoso del espacio en el que antes respiraba tan
fácilmente.
La placa estaba bajo
sus propios pies.
“Aegri Somnia”
Del puro pánico que
sentía en el momento, sus labios aflojaron el cerrojo que tenían sobre su boca
y dejaron escapar ese elixir que necesitaba tanto.
Su mirada se dirigió hacia
la criatura, hacia la estatua que previamente mantenía una expresión seria, y
que ahora lloraba lágrimas negras con sus fauces abiertas en una especie de
carcajada monstruosa.
Sintió unas manos
alrededor de sus tobillos, de las que se intentó liberar, pero por cada patada
que daba, las garras se aferraban más a ella, dejándola sin escapatoria, y como
última visión, la faz del ángel, del demonio, de la criatura que había causado
su aparición en el lugar.
“¡Alguien ha desconectado la máquina! ¡¿Quién ha sido?!”
“¡Se muere!”
“¡Lidia! ¡Por favor, no!”
Entre las últimas
burbujas de oxígeno, su última palabra fue enunciada:
“Padre.”