Rincón literario

del IES Las Encinas

30 de abril de 2019

Sidereus


Claudia Moreno Gomozova (3º ESO A),  2º premio
XXVII edición Concurso Cuento Infantil y Juvenil, Vva. de la Cañada
Es como una niebla.
Una niebla que cubre todos los sentidos – vista, audición, tacto;
Todo.
Es seda para mis dedos, ruido para mis oídos, nada excepto una capa blanca lechosa para mis pupilas.
Ruido, parecen sirenas – lejos, a kilómetros de aquí.
¿Por qué hacen tanto ruido?
Mis pies se quieren mover hacia ellas, pero no puedo hacerlo.
Blanco, ¿son eso luces azules, rojas y blancas?
Mis ojos quieren ver el origen de esas luces, quieren saciar esa curiosidad que me come las entrañas, que busca una salida – pero no pueden, no quiero.
Seda, noto unos dedos, intentando cogerme las muñecas.
¡Suéltame!
Azul.
El color azul grisáceo cubre las paredes y el techo.
Un blanco hueso decora las esquinas y se sobrepone al azul del techo, creando la imagen de unas nubes flotando, nadando sobre un cielo primaveral.
El esqueleto de las lámparas es un baño dorado, ligeramente adornado por marrones y grises causados por el toque perfeccionista del tiempo.
Su mente está en blanco, excepto por el simple pensamiento que se mantiene en segundo plano, diciendo que huya, que se aleje.
Pero el ambiente que produce el lugar, con su paleta de colores y su silencio, la falta de marcas humanas, de ese algo que dice – “ellos han estado aquí“ – crea una sonrisa en su faz, su faz, comparable con fina porcelana china, con delicadas pinceladas de rosa sobre sus mejillas y sus pecas, que atravesaban su cara como estrellas pintadas sobre el cielo oscurecido.
Es un sentimiento sobrecogedor, una calma perturbadora, aquella que producen las paredes decoradas con diseños de plantas, flores, espejos.
Sus manoletinas blancas chocan con la piedra fría que es el suelo con cada paso que da, recordándole el hecho de que está sola una vez más.
“¿Quién eres?”
No quiere contestar, ¿para qué?
La puerta, aparentemente pesada, se abre fácilmente, sin sonido alguno – pero eso no es lo más sorprendente, pues detrás se escondía una bahía, con el agua verdosa, como una esmeralda y con pequeñas piedras actuando como arena.
Ella dirigió su mirada hacia las olas, como luchaban contra rocas de forma perpetua, cuando una forma en la distancia.
“Parece que no hay mejoría.”
Dejó caer las manoletinas sobre la arena y echó a correr hacia el mar, sin importarle que el vestido, tan pomposo como era, con su falda extravagante que seguía la forma de la estructura del hilo de metal – prometía que no sería fácil nadar con ella puesta.
Le daba igual.
No entendía la razón por la que hacía aquello, pero era un instinto – como el que le chillaba, el que le pedía de rodillas que no lo hiciera – que “despertara”.
Cuanto más se acercaba, más sentía la atracción hacia la figura – blanquecina con unas protuberancias en la espalda.
Sentía la corriente como aire entre sus piernas, empujándola hacia la costa; pero ella no quería darse por vencida.
“¡Mueve las piernas!”
Estaba demasiado cerca, demasiado, demasiado;
“¡Se desestabiliza!”
Estiró sus dedos, notaba el relieve de la figura, notaba las cuestas y las bajadas de la espalda, de los hombros – se agarró a ellos.
Cuidadosamente, usó el único soporte que tenía para llegar a su destino, y cuando lo hizo, un suspiro escapó de sus labios, oscurecidos por la temperatura.
“No sé si aguantará-“
Una estatua, de puro mármol blanco, con rostro angelical y alas, tan hermosas, y tan detalladas – hasta ella dudaba sobre si eran verdaderas o no.
“¡Latido!”
No podía evitar el sentimiento de decepción cuando sus pies tocaron la tierra al saber que la figura no había sido otra cosa que una estatua, por bonita que fuera.
Su único entretenimiento durante los días era visitar la estatua, una y otra, y otra vez, alejarse para volver en pocos minutos, nadar alrededor suyo, intentar investigar la placa bajo sus pies, cada vez más lejana, cada vez más oscura.
Mantenía la respiración al bajar, pero la sensación de metal apretando su cabeza le hacía perder el sentido, haciendo que apenas llegara a la superficie.
“¡La presión arterial baja!”
Su cabeza emergía cada vez con la orientación perdida y los ojos de la estatua observándola, a ella y cada uno de sus movimientos.

Los días ya no se diferenciaban de las noches, con estrellas salpicadas a través al principio, pero volviéndose una masa oscura, con la luz de luna más pálida que había visto en su vida.
Solo se fijó en el pequeño detalle de la luna siendo tapada por nubes mientras se dejaba llevar por las olas, escuchando el susurro del viento cuando su subconsciente le cantó, dulcemente: la placa”.
“Por favor, no te vayas, no te vayas, ¡por favor!”
Pero sus brazos ya estaban empujándola hacia la estatua, con la que había pasado tantas horas, tantos días, que ya conocía como si se tratara de su propia mano, excepto por la inscripción que tanta tentación producía en su ser a pesar del peligro inminente al que se exponía.
Sin embargo, aunque no lo supiera antes, tenía un único deseo, que no sabía que sentía: el deseo de salir del bucle que la retenía bajo el poder de la estatua, de las frases, gritos que oía, dirigidos hacia ella – solo quería preguntar la razón, el porqué de sus gritos, de sus alarmas; sabía que eran importantes, pero, ¿por qué?
“Yo te puedo dar las respuestas que necesitas – no abras los ojos, querida, simplemente  escucha.”
“¿Quién-?“
Sintió una ligera brisa acariciar sus labios y no necesitaba más para dejar de hablar.
“Las respuestas que necesitas están escritas en la placa – si quieres salir, léela.”
Ella no abrió sus ojos, pero sintió el agua salada cubrir su cara antes de poder tomar una bocanada de aire.
“¡La estamos perdiendo!”
Era consciente de solo una cosa, y esa era que leyera o no las inscripciones, había caído en, posiblemente, la única trampa que existía en ese lugar, en ese limbo.
Finalmente, abrió sus ojos, habituándose al azul verdoso del espacio en el que antes respiraba tan fácilmente.
La placa estaba bajo sus propios pies.
“Aegri Somnia”
Del puro pánico que sentía en el momento, sus labios aflojaron el cerrojo que tenían sobre su boca y dejaron escapar ese elixir que necesitaba tanto.
Su mirada se dirigió hacia la criatura, hacia la estatua que previamente mantenía una expresión seria, y que ahora lloraba lágrimas negras con sus fauces abiertas en una especie de carcajada monstruosa.
Sintió unas manos alrededor de sus tobillos, de las que se intentó liberar, pero por cada patada que daba, las garras se aferraban más a ella, dejándola sin escapatoria, y como última visión, la faz del ángel, del demonio, de la criatura que había causado su aparición en el lugar.
“¡Alguien ha desconectado la máquina! ¡¿Quién ha sido?!”
“¡Se muere!”
“¡Lidia! ¡Por favor, no!”
Entre las últimas burbujas de oxígeno, su última palabra fue enunciada:
“Padre.”