Rincón literario

del IES Las Encinas

23 de abril de 2021

"La carcajada"

Daniel Manrique (3º ESO C), 2º premio Categoría ESO

XXIX Concurso de Cuentos Infantil y Juvenil, 2021

Ricardo acababa de salir de casa en dirección a la escuela, con la esperanza de que todo fuese tan sencillo como le habían prometido; solo llevaba un par de días en el extranjero, y ya extrañaba a sus amigos y familiares. La idea de ir a cursar cuarto de ESO, o como aquí lo llamaban, “transition year”, estando en su casa le había le había parecido fantástica, pero ahora todos sus temores estaban a flor de piel. Pretendía autoconvencerse de que no iba a haber ningún problema, y de que nada tendría por qué salir mal. Recordaba que le habían ofrecido aún desde su casa, cursar quinto año, y a día de hoy, hubiese accedido con tal de retrasar lo que le tocaba por vivir.

El ambiente era húmedo, y la oscuridad de una mañana de septiembre era mucho más densa de lo que pensaba; había una casi inexistente niebla que reposaba como una estela sobre partículas de aire humedecido, que apenas dejaban ver el horizonte. En éste no había atisbo de que fuese a amanecer por un largo periodo de tiempo. La penumbra era escalofriante.

Tras diez minutos de un pedaleo constante sobre la vía de servicio, alcanzó a ver las primeras casas del pueblo al que tenía que llegar, si quería llegar con puntualidad a su nuevo colegio. Atravesó el pueblo, con agilidad, sobre la fulgurante calzada empapada de rocío; al llegar al centro, unos rayos de sol auguraban la llegada de un nuevo día. El gran reloj de la residencia, donde hubiera añorado estar, casi marcaba las siete en punto. Las veletas giraban suavemente sobre los tejados, todo parecía estar en orden. Tras tantas entrevistas y tantos dilemas por los que había tenido que pasar, allí estaba, en la mismísima puerta del que sería su colegio por un año.

Al salir del colegio, ya era la una del medio día, había pasado por las cinco horas más largas de su vida, su cuerpo le pesaba más de lo habitual, y lo peor era que no había entendido nada en clase. Se había dedicado a asentir cada vez que un profesor cruzaba la mirada con la suya; y a intentar descifrar palabras de aquel idioma que hablaban, el cual pensaba que entendía, antes de haber asistido a clase.

Al llegar a su casa de acogida, una nota reposaba sobre la mesa del comedor, esta rezaba lo siguiente: Hello Ricky, i let your lunch in the oven, we will return from work at ten ,see you soon. Ricardo sacó del horno un pescado tieso de nariz a cola , que descansaba sobre una vajilla blanca, estaba claro que la cocina no era el punto fuerte de ningún irlandés, así que decidió prepararse un sandwich de mermelada de frambuesa y manteca de cacahuete; y ofrecer al hambriento mastín que convivía con él, el festín que le había preparado su encantadora familia. Tras su jugada maestra, Ricky se dirigió a su habitación, pasando entonces a través del salón, en el que un niño estaba sentado con sus ojos clavados frente al televisor, y un mando de playstation entre sus rollizos dedos. Pretender relacionarse con él hubiese sido una idea recomendable, debido al hecho de intentar favorecer la convivencia durante su estancia allí, pero algo echaba atrás a Ricardo.

Al llegar a su habitación, sufrió un susto de muerte, al ver a más de una decena de gatos a través de su ventana en un coche abandonado. La madre le había asegurado que ese auto reposaba allí con el propósito de acoger a los gatos de los alrededores; o eso había entendido él. Para su asombro, no esperaba tal sobrepoblación de felinos domésticos en los verdes campos de Irlanda. Encendió su portátil para revisar tareas pendientes de su primer día de clase, pero no podía fijar su atención en la pantalla, no, con más de diez gatos clavando su mirada en la suya, como si de zarpas se tratara. Un duelo de miradas con ellos, por muy atractivo que sonase, no era posible; sabía que perecería en el intento, y que no iba a vender su dignidad de una forma tan sencilla, frente a aquellos felinos. Ante esta posibilidad decidió cerrar la cortina, renunciando a aquel sol que tanto había extrañado aquella mañana, y volver a quedarse sumido en la penumbra. Su única ventana de luz era la misma la pantalla que le iba a exigir de su tiempo libre para hacer deberes. Ante aquella situación, decidió tenderse en la cama y caer rendido.

Ricardo se despertó con una frenética risa que retumbaba en el interior de su cabeza. En un primer instante, pensó que podía ser el niño festejando alguna victoria en sus videojuegos, pero lo descartó en el momento en el que inesperadamente las risas frenaron, como si hubiesen hecho su aparición para dejar constancia o advertirle de algo. Al incorporarse, en la pantalla vio reflejada una columna de mails que le habían llegado del instituto, por lo que supuso que se tendría que poner en marcha pronto. Según el portátil, se encontraba a cinco minutos de las siete, la hora de cenar, así que recogió su habitación, despejó la ventana de las cortinas, y bajó a comer. Su querido compañero no había cambiado de postura, Ricky no supo cómo había podido sospechar que aquellas desenfrenadas carcajadas hubiesen provenido de aquel ser aparentemente ausente de sentimientos. Ricardo le avisó de que era hora de cenar y de que tenía que frenar su intensa maratón de videojuegos. El niño, como si de un robot se tratase, giró el rostro cinco segundos más tarde de haber recibido el mensaje, como si algo no le encajara, algo que no llegaba a comprender. Finalmente cenaron, sobre un silencio incómodo.

Tras esta mala experiencia de convivencia, Ricky puso rumbo a toda su tarea, la cual acabó sobre las once de la noche. Los padres acababan de llegar, y se pasaron por su habitación para saludarle. Tom, que era el nombre de aquel malcriado niño con el que convivía, parecía conocer los horarios de sus padres demasiado bien, y para cuando llegaron, él ya había abandonado su lugar favorito, para meterse en la cama como si de un dulce angelito se tratase.

Los sueños de aquella noche de Ricardo fueron casi peores que su experiencia durante el día, tuvo presentes todas las situaciones incómodas que había vivido durante sus horas despierto, pero con una banda sonora de fondo, una macabra risa que parecía disfrutar de su sufrimiento.

Tras dos largas semanas, lo bueno de haber ido allí se veía cada vez más lejano, y la mala rutina que encabezaba cada mañana no le ofrecía descanso alguno. Sobre todo debido al remate que tenía cada noche, como recopilación de sus malas pasadas con una, ya desquiciante, risa que lo acompañaba en ocasiones hasta de día.

El transcurrir del tiempo seguía pasando factura a Ricky de la forma más cruel posible, las vacaciones de navidad se acercaban, y con ellas la posibilidad de reencontrarse con su familia y amigos a los que tanto añoraba.

Finalmente este día llegó, y Ricardo embarcó en el avión dejando atrás todo lo malo que había vivido en Irlanda, para llegar a España y disfrutar de sus vacaciones como es debido. Al llegar, le pareció irónico el hecho de que todo el mundo le preguntara qué tal le había ido, con grandes expectativas. Al no querer pensar en ello, mintió a todos sus familiares uno por uno, sin ofrecer demasiada importancia al asunto. También aprovechó para revisar el temario que se estaba impartiendo en su curso, en España, el cual le parecía un aburrimiento, comparado con sus asignaturas irlandesas, por lo menos guardaba buen recuerdo de ellas. Sus desesperantes sueños que le habían acompañado desde el comienzo de su viaje, lo abandonaron permitiéndole descansar finalmente. Al volver a ver a cada uno de sus amigos, todo el sufrimiento por el que había pasado se disipó al comprobar que aquí, la vida seguía y todo estaba como lo recordaba.

La vuelta a clases para Ricardo supuso un dolor indescriptible. Cuando parecía que nada podía ir peor, en el aterrizaje del avión, Ricky sufrió un ataque de ansiedad, en el cual tuvieron que socorrerlo un hombre que viajaba a su lado y el resto de azafatos.

Cuando ya Ricardo se había resignado al desolador panorama que le restaba hasta final de curso, sin atisbar un rayo de sol ni en el clima, ni en su vida diaria, un día...

Al salir de clase, un chico se le acercó con el propósito de conocer a ese tímido alumno, que se había mantenido al margen de sus compañeros de clase desde el comienzo del curso. Este chico era un año mayor que Ricky, era de tez blanca, ojos azules como el mar y pelo de un negro muy oscuro. Acabaron haciéndose amigos, y quedaron en varias ocasiones para jugar a videojuegos juntos, también Ricky empezó a asistir a baloncesto como extraescolar, su año en Irlanda ya no parecía tan oscuro como lo había sido hasta entonces. Los sueños eran menos pesados, tampoco vivía tantas experiencias negativas durante el día en las que se pudieran basar, y las risas cada vez eran menos molestas para él.

Un día del fin de semana, en el que el sol estaba más resplandeciente que nunca, los padres de la familia de Ricardo decidieron hacer una excursión a la playa. El trayecto en coche no se hizo especialmente pesado, en Irlanda todo estaba más cerca. El cielo estaba azul como nunca, no se avistaba una nube en la atmósfera, las gaviotas se dejaban llevar por aquellas invisibles ráfagas de viento que las mecían hasta la siguiente; el ambiente era cálido y los rayos de sol caían sobre aquella cara que los había extrañado tanto. Al llegar, Ricardo ayudó a su familia a bajar la sombrilla y las toallas a la playa, a la que llegaría después de atreverse a bajar aquel escarpado acantilado en el que parecía que hubiesen intentado hacer unas escaleras. Una vez abajo, una lámina infinita de polvo blanco se extendía hasta el horizonte, el oleaje era calmado, y el sonido de las olas al romper con la tierra lo sumergían en un estado de relajación profundo. Después de colocar los bártulos en la arena, Ricky tuvo que ayudar a Tom a echarse crema solar en la espalda; aquel niño era blanco como la tiza, pero varias capas de crema después, parecía un fantasma. Tras aquel desagradable suceso, en el que había tenido que tocar el redondo cuerpo de su querido hermanito adoptivo, optó por asomarse al mar y probar el agua. Era de una oscuridad tenebrosa. Al introducir el pie, pensaba que se iba a perder de vista debido al color de la sustancia acuosa que la constituía, descubrió que el agua estaba muy fría. Se dirigió a su toalla, y cayó tendido con aquel relajante sonido de fondo, que le iba a hamacar hasta un profundo sueño.

Cuando despertó, Ricky no recordaba nada sobre lo que había soñado, comprobó en su teléfono móvil que era la una, la hora de comer.

Ya con el estómago lleno, Ricardo se dispuso a bañarse en aquellas aguas que tanto le habían intrigado. Los primeros pasos fueron los más duros, e ignorando las advertencias de la familia, que le aconsejaban no bañarse nada más haber comido, se sumergió por completo. Al emerger, comprobó que no había ocurrido nada malo, y que el único inconveniente era la desproporcionada profundidad del mar. Decidió salir rápidamente para coger su equipo de snorkel, y explorar el fondo marino. Al introducir su cabeza por primera vez, con la ensoñación de encontrar algún pez exótico o restos de un gran naufragio, el pobre chico se decepcionó al encontrarse que no podía avistar nada, absolutamente nada, un infinito mar de dunas sumergido a una distancia de tres metros de él que apenas se vislumbraba con claridad. Siguió avanzando cautelosamente, sin alejarse demasiado de la costa, hasta que creyó distinguir un brillo metálico a lo lejos; Ricky nadó eufórico hasta poder ver con nitidez que lo que le había llevado hasta allí era un ancla. En ésta, parecía estar atada una gran cuerda que serpenteaba a más de cinco metros bajo sus pies. Tras el momento de emoción inicial, Ricardo notó un frío estremecedor por todo su cuerpo, y es que se había alejado más de lo previsto de la orilla; se planteó dar por finalizada su incursión, pero teniendo tan cerca aquel objeto que le atraía como si de dos imanes se tratase, no podía dejarlo atrás tan fácilmente, había una extraña fuerza que lo empujaba hacia el ancla. Decidió bajar, olvidó el miedo, e inspiró con todas sus fuerzas para poder alcanzar su meta.

Al llegar a la altura de la cuerda, Ricky supo que la falta de aire no le supondría un problema, y llegó al ancla antes de lo previsto. Al centrar su visión por completo en su objetivo, pudo distinguir que éste no era normal, su forma era muy diferente a la de otras anclas, y en su superficie se distinguían runas mal grabadas y desgastadas. Ricardo, regocijado en su descubrimiento, decidió emerger para poder coger aire, y así poder volver a visitar aquel extraño objeto.

Mientras subía en búsqueda de oxígeno, un pie se le quedó enganchado en aquella dichosa cuerda, que acababa de actuar como una red en su extremidad; Ricky perdió los nervios por completo, y con ellos el poco aire que le quedaba. Los pulmones comenzaron a arderle, y aquella agonía que se extendía por todo su cuerpo, desembocó en una última carcajada.

Abrió mucho los ojos mientras se incorporaba con brusquedad. Bocanada de aire. Miró a su alrededor para contemplar la habitación sumida en la penumbra. Su maleta aún por deshacer al pie de la cama. Se dejó caer en la almohada mientras recordaba todavía medio dormido que la víspera había llegado a Irlanda a cursar cuarto de ESO. Casa nueva, familia nueva, habitación nueva. Primer día de clase en el que iba a ser su colegio nuevo. Silencio. El reloj de su móvil marcaba las seis. Con la angustia aún en el cuerpo por la pesadilla, se incorporó y se acercó lentamente a la ventana , necesitaba aire fresco.

Lo que vio le dejó helado. El ambiente era húmedo, y la oscuridad de una mañana de septiembre, era mucho más densa de lo que pensaba; había una casi inexistente niebla que reposaba como una estela sobre partículas de aire humedecido, que apenas dejaban ver el horizonte. En éste no había atisbo de que fuese a amanecer por un largo periodo de tiempo. La penumbra era escalofriante...